La época que nos ha tocado vivir tiene una obsesión por el bienestar y el placer, que a veces son confundidos con la felicidad. Podemos caer fácilmente en la trampa de buscar la felicidad por medio de los bienes materiales, o por el reconocimiento social. Si creemos que está en nosotros mismos la solución para la felicidad, por supuesto terminaremos solos en esta búsqueda. La felicidad verdadera y profunda es mucho más que solo aprender a disfrutar las cosas pequeñas y cotidianas, o aceptar nuestras cualidades y limitaciones. Una actitud positiva ayuda, pero no es necesariamente la llave para la felicidad.
Cuando volvemos la mirada a Dios, encontramos la única felicidad verdadera. Desde el Antiguo Testamento las Sagradas Escrituras nos dicen que es feliz quien ama a Dios, quien le busca y espera en Él (Sal 2, 12; 34, 9; 40, 5; 84, 13; 112, 1; Prv 16,20;28, 14;Ec/34, 15;Is30, 18; Tob 13, 14.) La felicidad, en último término, reside en la comunión con Dios y en Dios como persona (Sal 73, 25).
Se dice que las riquezas no proporcionan felicidad ninguna cuando el alma vive en la pobreza. La felicidad, la dicha, no se tiene por las riquezas, ni por el poder, la autoridad o la dignidad. Tampoco por la sabiduría. Estos atributos no contienen la felicidad. Nunca debemos olvidar como cristianos, que la verdadera felicidad no se encuentra en esta tierra ni en esta vida, sino en la salvación del alma. Jesús nos ha mandado desear los bienes divinos más, querer el cielo.
No podemos aspirar a la felicidad “en solitario”. Jesús es el amigo que nunca olvida, el consuelo siempre presente. Él nos explicó cómo podemos reconciliarnos con Dios y llenar nuestra vida de alegría. Con Él podemos encontrar la auténtica felicidad.
Ligado al tema de la felicidad, siempre está el concepto del sufrimiento. Jesús, es bueno recordarlo, era verdaderamente Dios y verdaderamente hombre. Nuestro Señor Jesucristo conoció el hambre, la sed, el cansancio. A Dios no le es ajeno nuestro sufrimiento. Sin embargo no olvidemos que para los católicos, el sufrimiento y la prueba tienen un sentido.
Si vemos el mundo con ojos humanos, terminaremos sin entender por qué del sufrimiento. Pero si impregnamos nuestra vida de Dios, comenzaremos a ver las cosas de un modo distinto. Por contradictorio que pudiera parecernos, el sufrimiento es uno de los caminos de la felicidad cristiana, porque el sufrimiento a la luz de la cruz nos acerca a Jesús.
Dios espera que seamos cristianamente felices, y eso lo podemos lograr en nuestra vida ordinaria. Acercarse a Dios es encontrar la felicidad, y a Él se le puede encontrar en todos los momentos de nuestras vidas: en el taller, en la oficina, en la escuela, en la casa. Si nos vamos haciendo conscientes de la intervención permanente de Dios en nuestras vidas, iremos conociéndolo. Conocer a Dios es amarlo, y no hay un medio más seguro para la felicidad que amar a Dios, que cumplir Su voluntad. ¿Cuántas veces hemos visto el sufrimiento de nuestra vida en el pasado para finalmente entender que era necesario para obtener un bien mayor?
La llave de la felicidad está sintetizada en los dos mandamientos fundamentales: Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo.
Cuando toda nuestra atención está volcada hacia nosotros mismos, encontraremos abundantes motivos de tristeza y contradicción. Quien es egoísta y solo piensa en si mismo, va haciendo su vida solitaria y deja de encontrar sentido en las contradicciones que le aquejan. En cambio, quien vuelca su vida a los demás estará pendiente de auxiliar, de solidarizarse con el dolor ajeno. Y, extraordinariamente, al dejar de vernos a nosotros mismos sino de amar hacia fuera y volcarnos a los demás, nuestros propios problemas y sufrimientos se vuelven menos importantes. El gran antídoto contra el egoísmo es la caridad. Y la caridad es un camino a la felicidad en la que vamos de la mano como hermanos con quienes nos rodean.
Si queremos felicidad “instantánea” terminaremos llenos de frustración. La felicidad “de aspirina” no existe. Solo Dios, Trino y Uno es la felicidad verdadera. Conocerle y enamorarse de Él es un proceso que no ocurre de la noche a la mañana. Pero si nos acercamos a Jesús, Él nos abrirá las puertas del cielo. Conozcamos a Jesucristo leyendo el Evangelio, reconozcamos cómo impregna nuestras vidas y llevemos vidas rectas y apegadas a la voluntad de nuestro Padre. |