jueves, 23 de abril de 2009

LA IDENTIDAD DE ISRAEL: EL AMOR A LA TORÁ DE MOISÉS


Los exiliados de ayer y de hoy reviven, fuera de su tierra, la nostalgia de la tierra, de las costumbres, de la fe que los unía. “Junto a los ríos de Babilonia nos sentábamos a llorar acordándonos de Sión; en los sauces de la orilla colgábamos nuestras cítaras. Los que allí nos deportaron nos pedían canciones, y nuestros opresores, alegría: “¡Canten para nosotros una “canción de Sión!” ¿Cómo cantar una canción al Señor en tierra extranjera? Si me olvido de ti, Jerusalén, que se me seque la mano derecha... " (Sal 137,1-5)


El pueblo de Dios prosperó y creció, aun en el exilio

El exilio en Babilonia dejó marcas no sólo en el pueblo que quedó en la tierra de Judá, sino también en los que fueron deportados. Los que se quedaron tenían la realidad de la destrucción ante sus ojos. Los que fueron deportados cargaron consigo las imágenes de la ciudad destruida, del pueblo disperso y masacrado, del culto deshecho. Estaban lejos de su tierra, sin Templo, sin culto y sin sus dirigentes. Muchos sueños construidos a lo largo de los años fueron deshechos.


La solución era entrar en el nuevo ritmo de vida, pues todavía tenían suerte. Los babilonios no dispersaron a los exiliados, como hicieron los asirios. Fueron asentados en núcleos en las proximidades del río Quebar, en las ciudades de Neppur, Susa, Uruk y otras (Ez 1,lss; Ne 7,61). Algunos debieron vivir en régimen de servidumbre (Is 42,22), y gran parte de ellos fue asentada en comunidades agrícolas (Ez 3,24; 33,30). Esto favoreció la conservación del patrimonio espiritual, religioso y cultural. Podían hablar su propia lengua, observar sus costumbres y sus prácticas religiosas. Poco a poco fueron aculturándose, adoptaron nombres, el calendario y la lengua de Babilonia (el arameo). Podían libremente reunirse, comprar tierras, construir casas y comunicarse con Judá, su patria (Jr 29,5).


No sufrieron la misma suerte de sus hermanos del reino del Norte en el plano ético y político, que fueron totalmente asimilados por los pueblos entre los cuales fueron dispersados. En realidad, en Babilonia consiguieron una cierta prosperidad económica en un tiempo relativamente corto, la cual fue comprobada por las pesquisas arqueológicas mediante documentos descubiertos en la ciudad de Neppur. Son documentos de bancos, casas de comercio, contratos de compra y venta, contratos matrimoniales en los cuales aparecen muchos nombres de origen hebraico. No hay indicios en esos documentos de que los deportados de esa región hubiesen sido reducidos a esclavitud.


El profeta Ezequiel vivía entre los exiliados. Los ayudaba a superar las dificultades y a alimentar la esperanza del retorno a la Tierra Prometida. En una de sus visiones llegó a describir una nueva distribución de la tierra santa entre las doce tribus de Israel, en una convivencia de perfecta unidad (Ez 48, 1-29). La descripción de sus confines corresponde a los antiguos límites de la tierra de Canaán que aparece en el libro de los Números (cf. Nm 34,1-12). Ezequiel añadió en esa descripción nombres geográficos contemporáneos, incluyendo provincias de la Babilonia de su tiempo (Ez 47,13-23). Incluso si los deportados tuvieron la posibilidad de reconstruir sus vidas, vivieron la experiencia del exilio como una gran catástrofe.


La nostalgia de Dios alimentaba la fe y la esperanza

Con el exilio, el pueblo pensó que todas las promesas de Dios habían fallado: tierra, descendencia y un gran nombre. Vivió una enorme crisis de Fe en el Señor, su Dios. El dios de Babilonia, Marduc, había vencido al Dios de Israel, tenía más poder que él. Por eso, muchos exiliados se adhirieron a la religión del Marduc., No sólo porque él había sido más poderoso, sino también porque podían obtener algunos privilegios de sus señores babilonios (Ez 14,1-11). Después de todo, las festividades religiosas dedicadas a Marduc eran muy suntuosas, con liturgias y procesiones solemnes, que llevaban a los exiliados a creer que, de hecho; el Señor había sido vencido junto con su pueblo. Sin embargo, había los que permanecían fieles al Dios de Israel y el sentimiento y la sensación dominante que los afligía era con respecto a la retribución individual y nacional, es decir, ¿Quién es el culpable de tanta desgracia que cayó sobre nosotros? ¿Estamos pagando por nuestros pecados o los de nuestros antepasados? ¿Estamos pagando por nuestros pecados individuales o colectivos? (Ez18,2; 23,32).


Ezequiel y el Segundo Isaías no ahorraron esfuerzos para que el pueblo mantuviera viva la fe en el Dios de la Promesa y la esperanza de una restauración en la propia tierra: Por eso Ezequiel intentó presentar un extenso programa de reconstrucción del Templo, del culto (Ez 40,46) y del propio Estado con sus límites y con distribución de tierra (Ez 47,13-48,29). El jefe de la nueva tierra no sería más un rey, sino un príncipe (Ez 48,21ss).


En el exilio reafirmaron la identidad israelita mediante algunas prácticas culturales y religiosas, como la circuncisión, la observancia del sábado y de la ley mosaica. El referente no era más el Templo, sino el Libro de la Ley, las escrituras sagradas. Ellas eran anunciadas principalmente por los profetas del exilio, Ezequiel y el Segundo Isaías (Is 40-55). La "religión del Libro" fue tomando importancia cada vez mayor en el exilio; en él surgieron muchos escritos y otros fueron reescritos. Los exiliados mantuvieron viva la fe por las oraciones litúrgicas, oraciones y cánticos, aunque no consiguieron olvidar a Sión (Sal 137). Conservaron la firme esperanza de retornar a ella, pues Dios la había prometido a ellos, que se consideraban descendientes de Abrahán (Gn 12,7). Isaías vio el retorno del exilio como un nuevo éxodo en cuyo desierto habría abundancia de agua y toda especie de plantas (Is 41,18-20).


La Torá de Moisés

Los exiliados, lejos de la tierra, buscaron solidificar su identidad por medio de algunas prácticas que ya existían entre ellos antes del exilio y que perduran hasta hoy: la circuncisión, la observancia del sábado, las normas alimenticias y, fundamentalmente, la lectura de la Ley de Moisés a Torá. Esos signos externos los identificaban ante los otros pueblos.


- No más el culto, sino la Palabra

Antes del exilio eran los sacerdotes quienes congregaban al pueblo alrededor del culto en el Templo de Jerusalén. Ahora, en el exilio, son principalmente los profetas Ezequiel y el Segundo Isaías los referentes para el pueblo. Ezequiel gozaba de gran reputación (Ez 33,30ss; 14,1) Y reunía al pueblo alrededor de la Palabra, en pequeños grupos en su casa (Ez 3,23-24; 8,1). Los profetas animaban a las familias reflexionando con ellas sobre la Palabra de una forma libre y espontánea. Tal vez fuese en la forma de círculos bíblicos, como sucede hoy en nuestras comunidades. Es muy probable que, de la experiencia de reunirse en casas de familia, poco a poco el espacio quedó estrecho y surgió la necesidad de reservar un lugar mayor y específico para las reuniones de la comunidad, lo que había dado inicio a la sinagoga.


- Sinagoga: la casa de la asamblea del pueblo judío

La palabra sinagoga es de origen griego y significa "asamblea"; en hebreo Beit Knésset (casa de la asamblea). No sabemos cuándo y dónde tuvo inicio la primera sinagoga judía. Algunos estudiosos dicen que fue en el tiempo entre, el Edicto de Ciro (538 a.C.) y la llegada del gobernador Nehemías a Judá (445 a.C.). Lo cierto es que su propagación entre los judíos fue rápida, sobre todo en la diáspora, esto es, en las comunidades judías que estaban esparcidas fuera de su tierra.


En Egipto la sinagoga es conocida ya en el siglo III a.c., lo que lleva a pensar que surgió mucho antes de la destrucción del segundo templo, en el año 70 d. C. Se cree que tanto en Egipto como en Babilonia, en Persia y en otros lugares, ya se desarrollaba en ella el culto religioso, porque el templo quedaba muy distante. Para la mayoría de los judíos de la diáspora era imposible ir a Jerusalén varias veces al año para las celebraciones de las fiestas religiosas. La sinagoga continúa siendo hasta hoy el lugar por excelencia de la reunión de los judíos y mucho contribuye para consolidar sus tradiciones religiosas y culturales. En los grandes centros urbanos es posible encontrar más de una.


- Sinagoga: lugar de la identidad

La sinagoga, en poco tiempo, se convirtió en una institución característica del pueblo judío. Ella servía y sirve aún hoy para diversos servicios: el culto, la oración, el canto, la lectura, el estudio de las escrituras y de otros escritos del judaísmo. Diversas personas son responsables de diferentes funciones dentro de la comunidad sinagogal; como el rabino, el lector de la Torá, el cantor, el organizador de la asamblea y el hasán. El rabino desempeña la función de enseñar y de juzgar casos civiles y de derecho penal; el hasán es un profesional del canto. A falta del rabino y del hasán, cualquier persona puede hoy presidir la oración. En , el judaísmo liberal la mujer puede también ejercer la función de rabina y de hasanit. Junto a la sinagoga hay normalmente otras dependencias que sirven para sesiones culturales, reuniones sociales y de diversión.


En el interior de la sinagoga brilla la luz eterna

El centro de la sinagoga es la Torá, guardada en un "armario sagrado". Es como el Santísimo Sacramento guardado en el sagrario de las iglesias católicas. Sobre el "armario sagrado" se encuentra una lámpara encendida día y noche que se llama "luz eterna". Hay también una mesa de apoyo para la lectura de los textos sagrados y un pequeño palco con un púlpito. En la parte de la asamblea se encuentran las bancas donde normalmente los hombres ocupan un lado y las mujeres el otro, o los hombres la parte de abajo y las mujeres la de arriba. En las sinagogas liberales no existe esa división y las mujeres son contadas para completar el número de diez personas necesarias para abrir una nueva sinagoga; en las sinagogas más conservadoras sólo se cuentan los hombres.


En la sinagoga se desarrollan actividades diarias como la oración y la lectura de textos sagrados, y actividades semanales como el culto que se inicia en la tarde del viernes y termina el sábado. Hay algunas fiestas religiosas anuales solemnes que son las fiestas de peregrinación (Dt 16,16): la Pascua (pessach) que dura una semana; Pentecostés (shavu ot) que dura dos días; y la fiesta de los Tabemáculos o de las Tiendas y Cabañas (suco) que dura ocho días. En el octavo día se celebra el Regocijo de la Torá (simchát Torá); mientras el rabino porta el libro de la Ley jóvenes y viejos danzan a su alrededor (Ne 8;13). Existen otras dos fiestas de cuño más popular: la primera es la fiesta del inicio del año agrícola (Roshhashanáh; Lv 23,23-25) y la segunda es el Día de la Expiación (Yom Kippúr; Est 9,20-32); Finalmente, dos fiestas que son posteriores al exilio (538 a.c.): la fiesta de la Dedicación o de las Luces (Hanukah), en la mitad del mes de agosto, y la fiesta de Purim o fiesta de la suerte, porque el pueblo 'fue salvo a tiempo' del enemigo. Algunas de estas fiestas son celebradas en la sinagoga.

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