sábado, 16 de mayo de 2009

CONFLICTOS Y AVENCES EN LA LUCHA POR LA RECONSTRUCCIÓN.


Por un lado, los textos revelan un cierto entusiasmo en los preparativos para la reconstrucción del templo (Esd 1, 7.11). Por otro lado, el mismo escrito muestra las reticencias por parte del “pueblo de la tierra” (Esd 4, 4). El profeta Ageo constató lo mismo al afirmar: “Este pueblo dice que no ha llegado aún el momento de reconstruir el Templo del Señor” (Ag 1, 2).

Primer periodo persa: 538 – 445 a.C

Para facilitar la comprensión del periodo persa, vamos a subdividirlo en dos partes: la primera corresponde a los planes de reconstrucción de Judea entre el 538 al 445 a.C., con los escritos bíblicos que surgieron en este periodo. Y la segunda, entre el 445 al 333 a.C., cuando Persia perdió ante Grecia la soberanía sobre la región de Judá.


Planes de reconstrucción de Judea

Persia se convirtió en el mayor imperio de Oriente. Estuvo dividido en provincias conocidas como satrapías, gobernadas por sátrapas (Est 8, 9) y por gobernadores. Judá pertenecía la quinta satrapía. Ya no dependía de Babilonia, sino de Persia. El pueblo se vio como una pequeña comunidad étnica perdida en un vasto imperio en medio de muchas razas. Estaba obligado a seguir aceptando a un rey extranjero que le daba normas y leyes y vivía vigilado por un ejército que controlaba el pago de impuestos y tributos. Judá ya no decidía su destino, ni veía posibilidad de independencia política en el futuro próximo.


  1. Sesbasar: jefe de la primera caravana: Ciro dio libertad a los exiliados de volver a sus tierras, pero pocas familias debieron haber regresado bajo el mando de Sesbasar. Este personaje fue el encargado de devolver los utensilios de Templo, además era “príncipe de Judá” y recibió el encargo de reconstruir el Templo de Jerusalén (Esd 5, 13-16).

Sesbasar encontró oposición a los trabajos de reconstrucción del Templo (Esd 5, 17), además de dificultades internas por parte de la población que había vuelto, que estaba más preocupada por construir su casa que por reconstruir el Templo (Ag 1, 2-4). Es muy probable que Sesbasar haya actuado durante poco tiempo y sólo iniciado la obra de reconstrucción, pues quien de hecho adelantó fue Zorobabel.

Ciro murió en el 529 y Cambises, su hijo, lo sucedió en el trono (529 – 522) Este expandió aún más el imperio persa, llegando hasta Egipto. Todo parece indicar que Cambises continúo la política de su padre. A la muerte de éste asumió el poder Darío I (522 – 486 a.C.)

  1. Zorobabel; jefe de la segunda caravana. Zorobabel fue escogido por las autoridades persas para conducir de regreso la segunda caravana de los exiliados hacia el año 520 a.C. Zorobabel es visto por Ageo y Zacarías como el descendiente de David por medio del cual se realizarían las esperanzas mesiánicas (Ag 2, 20-23; Za 6, 9-14). En la caravana de Zorobabel vinieron Josué y sus descendientes (Esd 2, 2.36.40; Ne 7, 7.39.43).


Conflicto entre el líder político y el religioso

Algunos escritos contemporáneos reflejaron una rivalidad creciente entre el representante político Zorobabel y el representante religioso Josué. En Za 3, 1-10, el sacerdote Josué es presentado ante el Señor con trajes sucios, lo que se interpreta como reputación negativa del sacerdocio antes del exilio (Cf. Os 4; Is 28, 7; Jr 8, 8-9). Estos trajes, sin embargo, son sustituidos por otros suntuosos, que representan el sacerdocio del post-exilio constituido dignamente. En la versión de Zacarías, dos olivos están a cada lado del Señor. Uno de ellos representa el poder espiritual ligado a Josué y el otro, el poder temporal ligado a Zorobabel (Za 4). Josué tiene la unción sacerdotal (Lv 4, 3-5.16) y Zorobabel, la unción real (Jr 33, 14-18). Sus poderes están asociados a los tiempos de la salvación y deberían convivir en paz, pero no lo logran (Za 6, 9-13). Todo indica que el poder sacerdotal se impuso al poder real.


De hecho, los textos bíblicos, la hablar de la inauguración del segundo Templo en el 515 a.C., no mencionan la presencia de Zorobabel ni del profeta Ageo, su contemporáneo y colaborador (Esd 6, 15-22). Esto hace pensar que los dos probablemente fueron presos y exiliados. Desaparecieron de historia sin dejar huella y, sin embargo, fueron los mayores colaboradores y motivadores de la reconstrucción del Templo.


Judá en el post-exilio: la tierra de Dios acoge a todos

Diferentes grupos integraban la tierra de Judá en el periodo persa: los que se quedaron en la tierra después de la deportación en el 587; los extranjeros que se dedicaron en Judá durante el exilio; los judíos que volvieron del exilio después del edicto de Ciro; y los judíos que siguieron viviendo en la diáspora, pero mantenían eventuales contactos con su tierra.


La población que permaneció en la tierra después de la deportación de la clase dirigente, culta y rica, en el 587, estaba constituida por los más pobres y, entre ellos, “viñadores y labradores” (2Re 25, 12). No tenían recursos materiales para emprender la reconstrucción de la ciudad ni del Templo. No eran numerosos; entonces necesitaban de un número mayor de personas para dar inicio a las obras de la reconstrucción. Además de las dificultades económicas y de convivencia con los demás grupos, enfrentaron también una crisis de fe. Algunos permanecieron fieles, pero otros desistieron. Estos no lograban entender el celo religioso de aquellos que volvían del exilio.


El segundo grupo, que convivía en la tierra de Judá, estaba formado por pueblos vecinos que había ocupado gradualmente las área abandonadas. Estaban más preocupados por formar patrimonio que por la reconstrucción del Templo, en la ciudad de Jerusalén y en los alrededores (Ab 10 – 14). No tenían la motivación de aquellos que habían sido obligados a dejar su tierra y ahora volvían a ella.


El tercer grupo está formado por los exiliados que volvían a la tierra de Judá. Diversas caravanas integraron este grupo, y conocemos los líderes de dos grupos del primer periodo persa: el grupo de Sesbasar y el grupo de Zorobabel. El primer grupo vio muy pronto sus sueños frustrados. No logró concluir las obras de reconstrucción del Templo. Sólo consiguió la reconstrucción del altar de los holocaustos para reiniciar, aunque fuera de manera precaria, los sacrificios a Dios (Esd 3). La caravana liderada por Zorobabel, a cargo del gobernador de Judá y Josué como “sumo sacerdote”, estaba formada en gran parte por judíos de clase sacerdotal (Esd 2; Ne 7). Estos grupos encontraron dificultades para instalarse en los territorios que habían sido ocupados por los pueblos vecinos. Muchos extranjeros se habían establecido en Judea durante el exilio; otros vinieron para ofrecer su mano de obra (Is 60, 10; 61, 5). Otros acompañaban a los israelitas en su regreso a Sión (Is 60, 9; 66, 20).


Finalmente, está el grupo de los que permanecieron en la diáspora, viviendo fuera de Judá, pero que seguían en contacto con su pueblo y con su tierra de origen. Para éstos, el camino de regreso debía hacerse después (Is 56, 8). Había conseguido, fuera de su tierra, unas buenas condiciones de vida, y el regreso significaba comenzar todo de nuevo. Un buen número no estaba dispuesto a pagar ese precio.


Había entre los distintos grupos una gran diversidad de experiencias, visiones, dificultades y realidades para integrar. No deja de ser al mismo tiempo una riqueza y un desafío que se reflejó también en los escritos de este periodo alrededor de la expresión “pueblo de la tierra”, el cual adquirió un nuevo sentido.


El pueblo de la tierra

La expresión “pueblo de la tierra” fue adquiriendo diferentes significados según la época y los escritos en que apareció. En una concepción genérica, el “pueblo de la tierra” no se refiere a sus jefes sino a toda la población libre que gozaba de plenos derechos civiles y ocupaba un determinado territorio (Gn 23, 7.12-13)


En muchos textos bíblicos, anteriores al exilio, la expresión “pueblo de la tierra” se aplicaba a Judá e Israel, según escritos de la tradición deuteronomista. Señalaba el conjunto de los ciudadanos judíos con plenos derechos. En reino de Judá su significado se fue restringiendo a un grupo privilegiado, los propietarios de la tierra, que ejercían una gran influencia en la política. Estos decidían sobre los destinos del reino para salvar la dinastía davídica, sobre todo en periodos de crisis (2Re 11, 14.18-20; 21, 24; 23, 30; “Cro 23).


Ya en los escritos cronistas, los libros de Esdras y Nehemías del post-exilio, la expresión aparece tan singular – “pueblo de la tierra” o “pueblos de las tierras” – En el primer caso, el “pueblo de la tierra se refiere a los habitantes de Samaría que fueron traídos a esta región después de la caída del Reino del Norte en el 722 (Esd 4, 2-3). Estos se ofrecieron para colaborar en la restauración del Templo de Jerusalén, pero no fueron aceptados por Zorobabel, por Josué ni por las familias de los exiliados. “Entonces la gente del país (el pueblo de la tierra) se puso a desalentar al pueblo de Judá y a intimidarlos para que para que no siguieran construyendo. Sobornaron contra ellos a algunos consejeros para hacer fracasar su proyecto (Esd 4, 4-5).


“Pueblos de las tierras” se refiere a los pueblos que antes de Israel habitaban la tierra de Canaán y seguían conviviendo con él, como los cananeos, hititas, perezitas, jebuseos (cf. Ex 3, 8), y los pueblos vecinos, amonitas, egipcios y amorreos (Esd 9, 1-12). Parece claro que la referencia a los “pueblos de la tierra” o los “pueblos de las tierras” habla de quienes ocuparon las tierras que los deportados dejaron deshabitadas y, a partir de entonces, conquistaron derechos políticos sobre ellas.


Por tanto, no son considerados “pueblos de la tierra” los que se quedaron en la tierra ni los que volvieron del exilio, pero sí la población no judía que se estableció en la tierra durante el exilio. Los textos apuntan a una población extranjera que no fue acogida por la nueva comunidad judía. Esta interpretación prepara a la de la época rabínica en la que el “pueblo de la tierra” representaba a quienes no observaban la ley religiosa. Pero en el libro de Ezequiel y en el Levítico señala la comunidad que estaba en condiciones de celebrar el culto, como fruto de un nuevo asentamiento en territorio palestino (Ez 39, 13; 46, 3.9), y la comunidad judía en su totalidad, como comunidad cultual (Lv 4, 27; 20, 2.4), que poco a poco va organizándose alrededor del Libro.


La organización de la comunidad en torno al Libro

Desde el periodo del exilio, Israel – sin templo, sin culto, sin monarquía y fuera de su tierra – intenta a toda costa salvaguardar su identidad por miedo de algunas prácticas como la circuncisión, el sábado y la observancia de la ley de Moisés. Nehemías y Esdras serán los grandes defensores de la ley. La Torá, poco a poco, se fue volviendo el centro del judaísmo.


Darío I, rey de Persia, en el 518 a.C., ordenó al gobernador de Egipto que constituyera una comisión para recoger las leyes egipcias (decretos, tradiciones religiosas, procedimientos de procesos, etc.) a fin de que sirviera como orientación interna de la satrapía. Se cree que esta medida se extendió a las demás satrapías del imperio, y también a Judá. Esto habría servido de incentivo también a los exiliados para recoger sus escritos sagrados como base de su organización y definir su identidad cultural y religiosa. Coincidencia o no, es muy significativo que la Biblia se haya formado como libro en este periodo. Israel logró recoger y salvar lo que había de más sagrado, y consolidar así las bases para un judaísmo que pudo mantenerse firme ante las amenazas del helenismo.


Los escritos que integraron el libro de la Biblia no sólo eran del reino de Judá y del exilio de Babilonia. Había también escritos del reino de Israel, ya conocidos antes de la ciada de Jerusalén, como el núcleo del Deuteronomio (Dt 12 -26) y los libros de Oseas y Amos. El cisma samaritano que se ratificó en esta época no impidió que los dos grupos – judíos y samaritanos – tuvieran acceso a los mismos escritos.


El cisma samaritano: hermanos que no se reconocen

Los Israelitas del Norte y del Sur alegaban el mismo origen y confesaban la misma fe en Dios, pero los conflictos entre los dos grupos venían de muy lejos. Comenzaron con la división del Reino de Salomón en dos Reinos: el Reino del Norte (Israel) y el Reino del Sur (Judá). Los motivos principales que llevaron a esta división fueron de orden económico, religioso y político (1 Rey 12). Esta división nunca fue aceptada por el Reino de Judá. La lectura que el grupo del Deuteronomista hizo de todo el periodo de la monarquía del Reino del Norte fue muy negativa y tuvo enfoque la infidelidad religiosa. Los del Norte eran considerados infieles al Señor, aunque muchos seguían fieles a Dios y a las prácticas religiosas.


A partir del año 880 a.C., los habitantes del Reino del Norte fueron conocidos como samaritanos, cuando Omrí, compro la colina de Semer y allí construyo la capital, dándole el nombre de Samaría (1Re 16,24). A partir de entonces Samaría se convirtió en capital del Reino del Norte y los habitantes comenzaron a ser identificados como samaritanos. Ya Jerusalén no era la capital: Samaría se había convertido en su rival.


La situación empeoró aún más entre los dos reinos, cuando el Norte fue dominado por Asiria. Era costumbre de los dirigentes de Asiria transferir gran parte de la población del territorio dominado a otras partes del imperio y traer a otros pueblos a las regiones desocupadas, a fin de evitar la formación de posibles grupos rebeldes. Lo mismo sucedió con la población del reino del Norte. Otros pueblos fueron traídos a Samaría y a las demás ciudades (1Re 17,24), y el pueblo que se quedo en Samaría fue esparcido en medio de poblaciones con otras tradiciones religiosas. Esto fue visto con malos ojos por los habitantes del Sur, que consideraron a los Samaritanos como adoradores de otros dioses y ya no de Señor como su único Dios verdadero.


De hecho, con la mezcla de los pueblos se dio también la mezcla de las tradiciones religiosas que cada pueblo traía de sus regiones (2 Re 17,29-34). Había quienes seguían fieles al Señor, pero no eran reconocidos como tales (2 Re 17, 27-28). Tanto así que los samaritanos querían unirse a los exiliados que habían vuelto del exilio para ayudarlos en reconstrucción del Templo, pero no fueron aceptados (Esd 4, 1-5). A partir de entonces, ejercieron una fuerte oposición a la continuación de la obra de la reconstrucción del Templo y de las murallas de la ciudad (Esd 4, 6-23).


Los samaritanos se vieron obligados a afirmar su autonomía religiosa. Construyeron su propio Templo sobre el monte Garizín, en el S. IV a.C., llegando a una ruptura total con los israelitas del Sur. La rivalidad entre los habitantes de Judá y de Samaría aparece en el evangelio de Juan (Jn 4, 9). Aún hoy los samaritanos aceptan sólo los cinco primeros libros de la Biblia, el Pentateuco, como libros inspirados, y estos no sufrieron reformas ni añadiduras por parte de los masoretas.

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