Con la referencia al
carácter performativo de la Palabra de Dios en la acción sacramental y la
profundización de la relación entre Palabra y Eucaristía, nos hemos adentrado
en un tema significativo, que ha surgido durante la Asamblea del Sínodo, acerca
de la sacramentalidad de la Palabra[1]. A
este respecto, es útil recordar que el Papa Juan Pablo II ha hablado del
«horizonte sacramental de la Revelación y, en particular..., el signo
eucarístico donde la unidad inseparable entre la realidad y su significado
permite captar la profundidad del misterio[2]».
De aquí comprendemos que, en el origen de la sacramentalidad de la Palabra de
Dios, está precisamente el misterio de la encarnación: «Y la Palabra se hizo
carne» (Juan 1, 14), la realidad del misterio revelado se nos ofrece en la
«carne» del Hijo. La Palabra de Dios se hace perceptible a la fe mediante el
«signo», como palabra y gesto humano. La fe, pues, reconoce el Verbo de Dios
acogiendo los gestos y las palabras con las que Él mismo se nos presenta. El
horizonte sacramental de la revelación indica, por tanto, la modalidad
histórico salvífica con la cual el Verbo de Dios entra en el tiempo y en el
espacio, convirtiéndose en interlocutor del hombre, que está llamado a acoger
su don en la fe.
De este modo, la
sacramentalidad de la Palabra se puede entender en analogía con la presencia
real de Cristo bajo las especies del pan y del vino consagrados[3]. Al
acercarnos al altar y participar en el banquete eucarístico, realmente
comulgamos el cuerpo y la sangre de Cristo. La proclamación de la Palabra de
Dios en la celebración comporta reconocer que es Cristo mismo quien está
presente y se dirige a nosotros para ser recibido[4].
Sobre la actitud que se ha de tener con respecto a la Eucaristía y la Palabra
de Dios, dice san Jerónimo: «Nosotros
leemos las Sagradas Escrituras. Yo pienso que el Evangelio es el Cuerpo de
Cristo; yo pienso que las Sagradas Escrituras son su enseñanza. Y cuando él
dice: “Quién no come mi carne y bebe mi sangre” (Juan 6,53), aunque estas
palabras puedan entenderse como referidas también al Misterio [eucarístico],
sin embargo, el cuerpo de Cristo y su sangre es realmente la palabra de la
Escritura, es la enseñanza de Dios. Cuando acudimos al Misterio [eucarístico],
si cae una partícula, nos sentimos perdidos. Y cuando estamos escuchando la
Palabra de Dios, y se nos vierte en el oído la Palabra de Dios y la carne y la
sangre de Cristo, mientras que nosotros estamos pensando en otra cosa, ¿cuántos
graves peligros corremos[5]?».Cristo,
realmente presente en las especies del pan y del vino, está presente de modo
análogo también en la Palabra proclamada en la liturgia. Por tanto, profundizar
en el sentido de la sacramentalidad de la Palabra de Dios, puede favorecer una
comprensión más unitaria del misterio de la revelación en «obras y palabras
íntimamente ligadas[6]»,
favoreciendo la vida espiritual de los fieles y la acción pastoral de la
Iglesia.
[1]
Cf. Propositio 7.
[2] Carta
enc. Fides et ratio (14 septiembre 1998), 13: AAS 91 (1999), 16.
[3] Cf.
Catecismo de la Iglesia Católica, 1373-1374.
[4] Cf.
Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia ,
7.]
[5] In
Psalmum 147: CCL 78, 337-338.]
[6] Conc.
Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, 2.
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