viernes, 27 de marzo de 2009

EN LA ANGUSTIA DE LA DESTRUCCIÓN SURGE LA ESPERANZA DE SOBREVIVIR EN LA TIERRA


El, autor del libro de Lamentaciones describe así la situa­ción de Judá después de la destrucción: "¡Qué solita­ria ha quedado la ciudad populosa! Se ha convertido en una viuda la que era grande entre las naciones. La princesa de las provincias ha sido reducida a esclavitud. Llora sin ce­sar por la noche y las lágrimas bañan sus mejillas. Ningu­no de sus amantes puede consolarla. La han traicionado todos sus amigos, y ya son sus enemigos. Humillada y oprimida, Judá se encamina al destierro; habita entre las nacio­nes sin encontrar tranquilidad; todos sus perseguidores la ponen en peligro" (Lm 1,1-3).


La esperanza de sobrevivir en la tierra

La situación vivida por el pueblo durante el sitio de Jeru­salén y después de la caída de la ciudad y de la destrucción del Templo fue terrible: falta de comida (Lm 1,11); canibalismo (Lm 2,20; 4,10); sufrimiento de los niños (Lm2,11-12.19); violación de las mujeres (Lm 5,11 ); asesinato de sacerdotes y profetas (Lm 2,6.14); ahor­camiento de hombres respeta­bles (Lm 5,12); imposición de trabajos forzados y de impues­tos por parte del imperio babi­lónico: "Nuestra herencia ha pasado a extranjeros, nuestras casas a desconocidos. Somos huérfanos, sin padre; y nues­tras madres son como viudas. Tenemos que pagar el agua que bebemos nuestra leña la tenemos que comprar. Nos persiguen, los tenemos encima; nos agotamos y no tenemos descanso" (Lm 5,2-5).


La destrucción no había perdonado ninguna ciudad im­portante de Judá. Las áreas que quedaron desocupadas con la salida de los deportados fueron pobladas no sólo por la población campesina que que­dó en Judá sino también por los pueblos vecinos La región montañosa central de Judá fue ocupada gradualmente por los édomitas, presionados por las tribus árabes, que sacaron la ventaja de la desgracia y ocuparon la región del Negueb, saqueando las ciudades de Judá (Ez 25,12-14;Ab 19;Lm 4,21 ss; Sal 137,7).


Los sobrevivientes comenzaron lentamente a poblar y reconstruir las ciudades. Los asentamientos Judaicos se concentraron en las regiones periféricas y en algunas distantes, causando probablemente la separación de Judá después de la primera deportación en 597 A.C; Los nombres de esas ciudades fueron conservados en la lista del "resto de Israel", en el libro de Nehemías (Ne 11,20.25-36). Él cita, de hecho, muchas localidades situadas en las regiones de Benjamín, del Negueb y de Sefelá, fuera del territorio de Judá.


Godolías inició su gobierno con un programa de reconstrucción, invitando a los sobrevivientes de la catástrofe a repoblar las ciudades y a retomar las actividades cotidianas. . Para eso distribuyó las tierras de los deportados entre los moradores de la ciudad y del campo. Creó así una pequeña clase de propietarios locales, cuyo derecho no se fundamentaba en la herencia ni en la compra, sino en la orden dada por el emperador de Babilonia. Ese acto fue considerado válido y digno de fe y suscitó esperanzas en el pueblo. Sin embargo, la situación fue muy difícil para los que permanecieron en Judá, pues todos los días las ruinas de los lugares sagrados estaban ante sus ojos.


Godolías estaba apenas en el inicio de su gobierno cuando fue muerto a traición en Mispá (2R 25,25; Jr 40-44). Con su muerte la situación se volvió más difícil aún y la pobreza mayor. Sobrevivir en ese contexto era muy penoso. Con miedo de una represión mayor. Muchas familias judías huyeron a Egipto. Se refugiaron predominantemente en la colonia de Elefantina (o Yeb). Hay quien les atribuye su fundación, habiendo sido transformada posteriormente en colonia militar dé judíos jubilados. Jeremías también huyó a Egipto (Jr 42), donde probablemente concluyó sus días (2R 25,22-26; Jr40-44).


De la crisis de fe a una vida nueva

El pueblo vivió una gran crisis de fe. Ante los acontecimientos tuvo actitudes diferentes: oró como rebelión contra Dios; oró en reconocimiento de su culpa y, oró pidiendo ayuda. El primer sentimiento que invadió al pueblo fue de revuelta contra Dios, como si Él fuese el responsable de la desgracia: "El Señor decidió destruir el muro de la hija de Sión: extendió la plomada, no retiró su mano destructora; enlutó baluarte y muro: juntos se desmoronaron... El Señor realizó su designio, ejecutó su palabra decretada desde los días antiguos; destruyó sin piedad; hizo al enemigo alegrarse a tu costa, exaltó el vigor de tus adversarios" (Lm 2,8.17).


La desesperación del pueblo era tan grande que llegó a sentirse con el derecho de llamar la atención de Dios: "Mira, Señor, y considera que jamás trataste a nadie así. ¡Las madres se comen el fruto de sus entrañas, los hijos que antes cuidaban! ¡Sacerdotes y profetas han sido degollados en el santuario del Señor!" (Lm 2,20). Pasado el impacto inicial otro sentimiento invadió el corazón del pueblo, no más de revuelta contra Dios por la destrucción, sino de reconocimiento de la culpa del propio pueblo. Éste evaluó la desgracia como consecuencia de su infidelidad a Dios: "Elevemos sinceramente nuestra oración al Dios del cielo. Nosotros nos rebelamos y pecamos, pero tú nos perdonaste... Nuestros antepasados pecaron, y ya no existen, pero nosotros cargamos con sus culpas. La culpa fue de sus profetas que pecaron y de sus sacerdotes que hicieron el mal, derramando sangre inocente en medio de ella (Jerusalén)" (Lm 3,41ss; 5,7;4,13).


Pero el pueblo recobró sus fuerzas y renovó la confianza en Dios. El pueblo podía estar derrotado, pero Dios no, que continuaba inconmovible en su trono. Si Dios continuaba firme, el pueblo podía confiar en su poder. Él podía hacer brotar la vida en un contexto de muerte: "Pero tú, Señor, permaneces para siempre; tu reinado dura eternamente. ¿Por qué nos olvidas para siempre, por qué nos abandonas de por vida?" (Lm 5,19-20). El pueblo recobró el ánimo y renovó su fe: "El Señor es bueno para quien confía en Él, para aquel que lo busca. Es bueno esperar en silencio la salvación del Señor" (Lm 3,25ss).


La fe pura en el Dios de Israel no murió. El lugar donde estuvo el Templo continuó siendo un sitio sagrado y en el que se ofrecían sacrificios, según la afirmación de Jeremías (Jr 41,4-5). Después de la destrucción del año 70 d.C., parte de los muros del Templo quedaron en pie y continúa hasta hoy, como "El Muro de las Lamentaciones", lugar de oraciones y de peregrinación (IR 8,33). De acuerdo con el profeta Zacarías, estos ritos debían ser observados cuatro veces al año: en el cuarto mes (junio/ julio) por causa de la conquista de Jerusalén; en el quinto mes (Julio / agosto) por causa del incendio del Templo; en el séptimo mes (septiembre/octubre) por causa del asesinato de Godolías; en el décimo mes (diciembre/enero) por causa del cerco de Jerusalén (Zc 8,19; cf 2R 25,1.8-9.25). El pueblo imprimió en sus acontecimientos históricos un carácter religioso y celebrativo.


El "resto" elegido: un brote en el tronco seco

Inicialmente la idea del "resto de Israel" estaba ligada a las invasiones de otros pueblos, cuyas consecuencias destructivas podrían ser fatales, pues ninguno sobreviviría a la desgracia. Era el miedo a la desaparición total. Así mismo, en algunos profetas aparece la convicción de que un "resto" se salvará de la catástrofe, porque Dios ama a su pueblo (Is 4,3). Creían que Dios no permitiría su completa destrucción; como ya aparece en el siglo VIII en Amós (Am 3,12)13,. A partir de ese "resto,” la nación podría reencontrar la propia supervivencia, porque la destrucción no llegaría a toda la casa de Jacob (Am 9,8-10). Un grupo allí que fuese de proporciones reducidas, purificado y de ahora en adelante fiel, sería la simiente de un pueblo nuevo (Am 5,15).


De ese resto nacería una nación fuerte y poderosa. Después de la destrucción del reino de Judá en 587, nació la conciencia de ser ellos el resto que fue disperso por Dios entre las naciones: "... no somos más que un resto en medio de las naciones donde nos dispersaste" (Ba 2,13; cf. Ez 12,16). Y en ese contexto, fuera y distante de su tierra, Israel se convertirá y "los sobrevivientes se acordarán de mí en medio de las naciones adonde sean llevados cautivos, cuando yo restaure su corazón adúltero que se apartó de mí, y sus ojos adúlteros que se fueron detrás de sus ídolos. Tendrán asco de sí mismos las maldades y abominaciones que cometieron. Y sabrán que yo, el Señor, no los amenacé en vano" (Ez 6,9-10). Dios reunirá ese resto purificado para la restauración mesiánica: "Yo mismo reuniré el resto de mis ovejas de todos los países por donde las dispersé..., suscitaré a David un retoño legítimo, que reinará con sabiduría, que practicará el derecho y la justicia en esta tierra. En sus días se salvará Judá e Israel vivirá en paz... "(Jr 23,3.5-6).


Pero después del exilio el "resto" será nuevamente infiel y será nuevamente diezmado y purificado, como lo expresa bien el profeta Zacarías: "Y acontecerá en toda la tierra -oráculo del Señor- que dos tercios serán exterminados y que otro tercio será dejado. Haré a ese tercio entrar en el fuego, lo purificaré como se purifica la plata, lo probaré como se prueba el oro. Él invocará mi nombre y yo le responderé; diré: '¡Es mi pueblo!'. Y él dirá: “¡El Señor es mi Dios!” (Zc 13,8-9)15. De ese resto fiel nacerá el rey Mesías o Emmanuel comparado con una piedra angular (Is 28,16¬17)16 Y con el brote o retoño de un pueblo santo (Is 6,1'3, 11,1.10). La comunidad cristiana retorna a esa misma idea y relee a Jesucristo como ese "Retoño" del nuevo y santificado Israel (Mt 1,6.16).

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