viernes, 20 de febrero de 2009

BUSCAR A DIOS POR CAMINOS TORTUOSOS

El reino del Norte no soportó la opresión del rey Salomón y se constituyó en un reino independiente del Sur. Pero la vida del pueblo no mejoró en nada. Había prosperidad para los poderosos y miseria para la mayoría, inestabilidad política, idolatría e infidelidad a la Alianza.


Características de la monarquía del Norte

Después de recorrer la trayectoria del reino de Israel y de haber conocido a los personajes que hicieron esta historia, podemos ahora delinear las principales características del reino del Norte.


Inestabilidad política

La monarquía norteña surgió como forma de rebelión al estilo extremadamente opresor de Salomón y, luego, de su hijo Roboam. Las tribus del Norte no veían esta ruptura con el descendiente de David como una falta a la Alianza con el Señor, sino como una restauración, pues la monarquía en sí misma no significaba fidelidad a al Alianza. Además, cuando comenzó la monarquía, en tiempos de Samuel, la petición del pueblo “asígnanos un rey para que nos juzgue” fue interpretada como un desplante al Señor mismo (1 Sam 8, 7), ¡algo más que un simple quebrantamiento de la Alianza!


En este caso, la promesa de Dios a David de mantener para siempre a un descendiente suyo en su trono Jerusalén no es el elemento constitutivo de la Alianza entre Dios y su pueblo, sino producto de una teología elaborada en la corte del rey. Por tanto, el Norte puede tener incluso su propio rey. A este rey, Dios dirige las mismas palabras que a David y a Salomón: “Si escuchas todo cuanto te ordene, y andad por mi camino, y haces lo recto a mis ojos (...) estaré contigo y te edificaré una casa estable” (1 Re 11, 38; ver también 2, 3-4).


La fidelidad al código de la Alianza será, entonces, la garantía para una monarquía que goza, por lo menos teológicamente, de la promesa de estabilidad hecha también a David. Una vez más, la fidelidad a la Alianza es la clave para garantizar el bienestar del rey y del pueblo. Sólo que esto no sucedió. Como veremos más adelante, los reyes de Israel fueron todos, sin excepción, considerados pésimos reyes, y respecto al cumplimiento del requisito de “fidelidad a la Alianza” ninguno fue aprobado. De ahí la falta de continuidad en la sucesión del trono, con constantes golpes que derrumbaron a los sucesivos monarcas. ¡Uno de ellos hasta se suicidó! Sólo en los últimos 22 años de existencia, el reino del Norte tuvo siete reyes.


Prosperidad para unos y miseria para otros

Independiente políticamente de Judá, Israel se sacudió los pesados tributos que pagaba para sostener la burocracia y la estructura palaciega del gobierno central, así como los proyectos faraónicos ideados por Salomón, el Grande. El clima es de euforia en el nuevo reino. El dinero que antes iba para Judá, quedaría ahora en las tribus del Norte. Pero, ¿sería realmente así? El pueblo no demoró mucho en ver que, a la hora de repartir el pastel, los “de arriba” se quedaban con la mejor parte y los “de abajo” se debían contentar con las migajas. Esto fue más evidente en el reinado de Ajab (874-853 a.C.). La situación para el pueblo en el tiempo de este rey de Israel es de penuria, agravada por una prolongada sequía en la región. Al rey, sin embargo, poco le importa el pueblo. ¡Quiere hallar agua para no tener que sacrificar sus animales! (1 Re 18, 5).


Es Ajab quien quiere apoderarse de la propiedad de Nabot, un pequeño agricultor que tiene un viñedo junto al palacio de rey. Inicialmente, el rey le propone un cambio o la compra del terreno. Pero ante la negativa de Nabot, Ajab se irrita al punto de no querer comer. Le corresponderá a su mujer Jezabel, una extranjera seguidora de Baal, la hazaña de tramar la muerte de Nabot mediante una falsa acusación, valiéndose de la autoridad del rey. Nabot es asesinado y el rey toma posesión de su viña.


La condenación de tal injusticia no demora en llegar: Elías, el profeta, fulmina con la justicia divina, anunciando el castigo de Ajab, que tendrá el mismo fin de Nabot (1 Re 21). Nos interesa esta narración por ser un ejemplo clarísimo del proceso de apropiación de la riqueza, que genera una clase acomodada, a costa de la explotación y hasta la eliminación del trabajador. La monarquía, en Israel, se convirtió en un sistema de asesinato y usurpación (1 Re 21, 19a).


Más tarde, el profeta Amós se levantará en defensa de la clase trabajadora del campo, denunciando abierta y frontalmente la situación de opresión impuesta a los campesinos por parte de la clase dirigente de Samaría, cuyo lujo y riqueza, “violencia y rapiña en sus palacios” (Am 3, 10), son un insulto a la miseria de los oprimidos.


Práctica religiosa alternativa al Templo de Jerusalén

La primera preocupación de Jeroboam, aun antes de constituirse un palacio, fue la seguridad: trató de fortificar Siquem, que fue la primera capital, y Manuel (1 Re 12, 25). Pero lo que más preocupaba porque podía amenazar la seguridad política del nuevo reino, era la religión. Dijo para sí mismo: “En esta situación el reino acabará por volver a la casa de David. Si este pueblo continúa subiendo para ofrecer sacrificios en la Casa de Yahveh en Jerusalén, el corazón de este pueblo volverá a su señor, a Roboam, rey de Judá, y me matarán” (1 Re 12, 26-27).


Consultando a los suyos, encontró una alternativa para el Arca de la Alianza que estaba en el Templo de Jerusalén y que atraía a los peregrinos de todas partes: el Señor será representado por un toro, como símbolo de fortaleza, del poder y del prestigio. El autor de los textos sobre este período, el llamado deuteronomista, con desprecio e ironía dice Jeroboam “hizo dos becerros de oro” (1 Re 12, 28a).


Es obvio que no se trata de cambiar de divinidad, pues Jeroboam tiene aquí intenciones políticas y no religiosas. Quiere evitar que el pueblo del Norte acabe volviendo a servir al rey de Judá; entonces, no se atrevería a imponer la adoración de otro dios a un pueblo que hasta entonces reconocía al Señor como a su Dios. Los toros son sólo una alternativa para el Arca, que en el Templo de Jerusalén cumplía el papel de memorial de la presencia del Señor en medio del pueblo. El Arca era como el “pedestal” del Dios invisible. Estaba en el Santo de los Santos, el espacio más sagrado del Templo, simbolizando la Alianza que comprometía al pueblo a cumplir su parte, fiel al proyecto del Señor.


Así también, los “becerros” adoptados por Jeroboam sería para el pueblo del Norte un símbolo de la fuerza del Señor “que te hizo salir de la tierra de Egipto” (1 Re 12, 28b), un memorial de Dios Liberador, que garantiza la libertad y la vida del pueblo, pues el toro, o el buey, representa mucho para la gente del Norte, arraigada a la cultura agropecuaria.


Estratégicamente, Jeroboam organiza la religión estableciendo dos santuarios: uno en Betel, cerca de la frontera con el reino de Judá, al sur; y el otro en Dan, en el extremo norte, para favorecer a las tribus de aquella región distante del reino. En cada santuario erige un altar. Escoge sacerdotes, aun por fuera del linaje levítico, y establece las fiestas litúrgicas compitiendo con las de Jerusalén (1 Re 12, 29-33). Introduce en cada santuario el becerro que fabricó y espera así garantizar la fidelidad del pueblo a su reinado, mediante la “nacionalización” de la religión. Pero la elección del toro tiene también otras motivaciones, como veremos a continuación.


La baalización del Señor

Al elegir al toro como símbolo de la fuerza del Señor, Jeroboam se apoya en una vieja tradición, que aparece en el episodio del “becerro del oro” -aquí también reducido irónicamente de toro a becerro-, fabricado por el pueblo con el consentimiento de Aarón, mientras Moisés recibía de manos de Dios las tablas de la Ley en el Sinaí (Ex 32). Sin embargo, la figura del toro ya se usaba en las religiones cananeas como símbolo de Baal. Aunque en el reinado de Salomón se comenzó a tolerar el culta a este dios, seguía distinguiéndose de yahvismo. Pero ahora empieza un proceso de fusión de elementos de ambas religiones. Así, aunque Jeroboam no pretendiera sustituir al Señor por Baal, abrió las puertas para este sincretismo que, más tarde, causaría la identificación del Señor con un baal cualquiera.


De hecho, antes de establecerse en la tierra de Canaán, el pueblo vivía en una cultura seminómada, donde la idea del Señor como Dios guerrero o pastor se entiende bien. Luego el pueblo fue pasando a una cultura sedentaria, sostenida por la agricultura y la cría de ganado. Allí se hizo necesaria una nueva concepción de Dios. Pero todo indica que, en contacto con la religión de Baal, en Canaán, el pueblo siguió pensando en el Señor como en un Dios “especialista” en guerras, que protege a los rebaños de la peste y de otras calamidades, pero no entiende nada de lluvias, de fertilidad del suelo ni de ciclos de la naturaleza. Para estos casos, existe Baal, el dios de la fertilidad. A él se le atribuye la abundancia de la producción agrícola y pecuaria (Os 2, 7.10-11.23-24).


Podemos entender esto considerando que la religión yahvista estaba demasiado desprovista de símbolos concretos y muy bien sistematizada internamente de códigos de leyes que exigían una ética social: el mismo Señor es un Dios invisible del cual no se puede hacer ninguna imagen. El baalismo se presenta como una forma simple de religión, poco sistematizada, sobre todo sin ninguna exigencia ética y con una gran ventaja al trabajar la simbología más profunda de la cultura popular: sus imágenes-símbolos son árboles verdes, los altares son lugares elevados y la representación de la divinidad es muy diversa, a través de animales bien conocidos: el buey, la serpiente, el león o un ave.


En contacto con esta religión más popular, en Canaán, era inevitable que el pueblo acabara inclinado hacia ese lado, a pesar de las innumerables advertencias de la Ley, desde tiempos mosaicos (Ex 20, 3-5; 23-24.332-33; 34, 13-17). En vez de sustituir al Señor totalmente por Baal, poco a poco se fue configurando una concepción del Señor como un baal más, especialista en algunas cosas, pero impotente en otras.


El profeta Elías, norteño, denunciará esta “baalización” del Señor como una “prostitución” de Israel, la idolatría que lo llevó a la ruina (Os 13, 2). Pero ya el mismo profeta Ajías, que había transmitido a Jeroboam la decisión de Dios de dividir el reino y darle diez partes (1Re 11, 29-39), lo denunció severamente como el responsable de la ruina de Israel, por “haber llevado a pecar a Israel” (1 Re 14, 1-16). Ajías tiene en mente sobre todo la decisión de Jeroboam de presentar una alternativa del Arca de la Alianza, cambiándola por la imagen del becerro.


Para la religión pura, defendida por el profeta, los becerros no pueden representar al Señor y no pasan de ser “falsos dioses” (Os 4, 17). Este “pecado de Jeroboam” se va a convertir en un estribillo cantado por el autor deuteronomista cada vez que evalúe a los reyes de Israel que se sucedieron.


De la dependencia a la anexión definitiva al Imperio Asirio

Al buscar su independencia del monarca de Jerusalén, el reino de Israel apenas ensayó la creación de un Estado libre, autónomo y soberano. Después de unos 45 años de intento de estructuración del reino, cuya sede provisional fue Tirsá, al norte de Siquem, y habiendo ya vivido la inestabilidad de tres “dinastías” que se sucedieron en una secuencia de conspiraciones y de verdaderos baños de sangre, en la que toda la familia del adversario depuesto era asesinada, Israel vislumbró, finalmente, una nueva era de estabilidad: Omrí (885-874) sube al trono y funda la nueva capital, Samaría. Durante su reinado se llega incluso a controlar al país vecino de Moab. Parece, entonces, que las cosas van a mejorar.


De hecho, desde los tiempo de Jeroboam I, Israel puede cuidar de sus asuntos internos, porque el escenario internacional a su alrededor está relativamente tranquilo. No había ninguna nación a la vista que pudiera amenazar la soberanía del país. Ni siquiera Egipto, que siempre fue una gran potencia de la región, hasta con intereses de controlar la región de Canaán, representaba ya una amenaza: hacía mucho tiempo lo afectaba la decadencia que lo había apagado en el escenario internacional. Sólo los pequeños reinos vecinos, como los de Damasco, el de los filisteos (antiguos enemigos) y el mismo reino de Judá representaban algún peligro, pues todos luchaban por algo importante para la política de la época: el dominio sobre los territorios para garantizar el usufructo de las riquezas y, sobre todo, de su mano de obra, y así fortalecer su reinado. De esta forma, aquí y allá estallaban conflictos entre estos reinos, en busca de la ampliación de sus territorios. Pero ninguna de estas naciones reunía condiciones militares, económicas o estratégicas para pensar en formar un vasto imperio.


A partir del reino de Omrí, parecía que las cosas comenzarían a mejorar para Israel. La fundación y la construcción de la capital definitiva del reino en Samaría, y el control del país de Moab eran signos promisorios de tiempos estables y prósperos. Pura ilusión. Justamente en ese mismo momento, en el escenario internacional, algo amenazador comenzó a despertar en el horizonte de estos reinos: Asiria, antiguo reino situado al Norte de la cuenca mesopotámica, que ya había vivido sus momentos de gloria por los años 1100 a.C., pero que había entrado luego en decadencia, volvía a despertar como nación con pretensiones imperialistas. La distancia que separaba Asiria de Samaría no fue obstáculo para que, en el reinado de Ajab, hijo de Omrí (874- 853), aquel país conquistador llegara a imponer tributos a Israel. Lo mismo sucedió en tiempos de Jehú (841- 814). Con su política de expansión imperialista, Asiria dominó sucesivamente a los pueblos vecinos, anexando sus territorios y promoviendo el trueque de poblaciones, mezclándolas para dificultar su reorganización en una eventual rebelión.


La ilusión de la prosperidad y el fin de Israel

Al pasar por una fase de pequeño declive, entre el 783 y el 745, Asiria debilitó el control sobre las regiones más apartadas, como Israel y Damasco. Fue la oportunidad para que estos reinos, sobre todo Israel y Judá, retomaran sus territorios perdidos.


Libres del pago de tributos a los asirios, los dos reinos comenzaron una nueva fase de prosperidad y crecimiento. Volvió la euforia nacional. Pero, con la prosperidad, volvieron también las injusticias y la corrupción general, sobre todo por parte de la clase dirigente. El pueblo volvió a ser víctima, esta vez de sus propios compatriotas. ¡Otra ilusión! Sólo que, ahora, la prosperidad vestía un ropaje religioso: Baal estaba bendiciendo al pueblo. Para celebrar esta abundancia, su multiplicaron los sacrificios, las fiestas y los rituales de fecundidad. El pueblo estaba ilusionado y no veía la manipulación que hacían de su fe. Invocar al Señor con el nombre de Baal se había convertido en algo común (Os 2, 18).


Contra esta situación de falsa confianza, de esconder las injusticias con un culto alienado y de hacer alianza con los antiguos enemigos del pueblo (con Egipto ya debilitado), surgieron en el norte dos profetas: Amós, hacia el 750, y Oseas, poco después, sobre los cuales ya hablamos. Estos dos personajes, sin duda alguna, abrieron un nuevo camino en la manera de pensar, practicar y conservar la “palabra de Dios”. Ellos dieron un nuevo carácter a una corriente que contribuyó enormemente al enriquecimiento de la espiritualidad bíblica y al mismo contenido de la Biblia: la corriente profética. La predicación de Amós y Oseas no surtió efecto inmediato. El país tomó por un camino sin retorno, por culpa de la irresponsabilidad de los dirigentes y de la ignorancia y desorientación del pueblo.


En el 745, los asirios volvieron con mayor fuerza y reiniciaron, con Teglat- Falasar III (745-727), las campañas de conquista. En poco tiempo, Asiria volvió a ejercer su dominio sobre los pueblos vecinos, llegando más tarde hasta Egipto. En el 722 ó 721, luego de haber conquistado una parte de Galilea y de estar mandando en la política de Israel, cambiando al rey Pecaj (737-732) por Oseas (732-724), Asiria tomó definitivamente el reino de Israel y conquistó Samaría.


Fue el golpe final para el reino del Norte, que nunca más se levantará como nación. La población fue deportada y mezclada con otros pueblos vencidos, mientras su propio territorio era ocupado a su vez por otros deportados. El historiador deuteronomista dice que este fue el origen de la religión de los samaritanos, una especie de mezcla entre baalismo y yahvismo, que ya no era tan puro en Israel. Ahora empeoraba con esta venida de paganos a la región.


Conclusión

Así termina la historia del reino del Norte, en la visión del autor deuteronomista. Su consideración final sobre la caída de Israel está en 2 Re 17, 7-41. En los versículos 22-23 es tajante: “Cometieron los israelitas todos los pecados que hizo Jeroboam, y no se apartaron de ellos, hasta que Yahveh apartó a Israel de su presencia, como había anunciado por medio de todos sus siervos los profetas; deportó a Israel de su tierra a Asiria, hasta el día de hoy”. Y en 18, 12, concluye: “Esto sucedió porque no escucharon la voz de Yahveh su Dios y violaron su alianza y todo cuanto había ordenado Moisés, siervo de Yahveh. No lo escucharon y no lo practicaron”.


Sin embargo, la práctica religiosa en el reino del Norte, Israel, descentralizada, era más popular y guardaba rasgos más auténticos de la enseñanza de Moisés y del yahvismo que la religión del reino del Sur, Judá, centralizada y manipulada teológicamente por la ideología davídica de la corte.

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