sábado, 7 de marzo de 2009

EN EL DESCUBRIMIENTO DE LA PALABRA DE DIOS, LA ALEGRÍA DE LA VIDA NUEVA

El pueblo y los dirigentes del reino de Judá se gloriaban de la legitimidad de su rey, del culto, del santuario y de la ciudad santa, Jerusalén. Nada de eso sirvió de garantía: el rey, el culto, el templo y la ciudad conocieron la destrucción a pesar de los intentos de reforma religiosa de algunos reyes.


¡Todo está en su lugar gracias a Dios! ¿Gracias a Dios?

La tribu de Judá podía estar tranquila: tenía un rey, descendiente de David, a quien Dios hizo la promesa de acompañarlo en el gobierno (2Sm 7, 8-16; Sal 89, 4), tenía un Templo, único lugar autorizado por el Señor para que le dieran culto (Dt 12, 4-11) y tenían a Jerusalén por capital, ciudad escogida por Dios para habitar (1 Re 11, 36; 14, 21; Sal 48). De hecho esas instituciones encantaban al pueblo.


¿Pero sería que todo estaba en su lugar? La trayectoria del reino de Judá apenas ensayó tomar un rumbo diferente del de su hermano del Norte, Israel. Pero desde Roboam las cosas comenzaron a andar fuera de lugar. En el libro de los reyes se afirma que prácticamente todos los reyes “hicieron lo que es malo a los ojos del Señor, no consiguieron eliminar totalmente la idolatría en los lugares altos” (Cfr. 1 Re 13, 33; 15, 3). Solamente dos reyes del Sur ganaron una nota menor: Ezequías y Josías. Aun así, fue poco para evitar lo peor en el reino del Sur.


Causas de la caída: los cultos cananeos a Baal

Algunos reyes llegaron a adoptar y a promover los cultos a Baal: Roboam construyó lugares de culto, altares y monumentos sagrados “sobre toda colina elevada y debajo de todo árbol frondoso”, toleró y restableció la prostitución sagrada (1Re 14, 21-24). Manasés fue quien más promovió los cultos cananeos en Judá, introduciéndolos en el propio Templo del Señor, en Jerusalén (2Re 21, 2-9).


Los cambios en la política

Ante la caída de Samaría (721) el rey Ajaz, viéndose amenazado, negoció con los asirios el culto a Yahvé. Ajaz hizo poner en el templo de Jerusalén un altar para el culto de los asirios; fue una de las afrentas más grandes del Antiguo Testamento. Esto fue a cambio de que le colaborara en la guerra.


En este periodo, el profeta Isaías aconsejó neutralidad, y a la vez criticó los pactos con extranjeros y propuso la absoluta confianza en el Señor, pero los reyes no atendieron al mensaje del profeta y se hicieron vasallos de los asirios. Pronto se vieron las consecuencias del abandono de la Alianza del Señor por parte de Judá. Los asirios derrotaron a los reyes que amenazaban Judá y los forzaron a pagar pesados tributos. No obstante, Judá no quedó en mejor situación.


El costo de la supervivencia de la frágil monarquía del Sur fue bien alto. Sin la ayuda de Egipto para hacer frente al avance asirio, Judá quedó sola. En la ola de conquistas en la región, el ejército asirio llegó a apoderarse de buena parte del territorio del reino del Sur. Jerusalén quedó aislada “como una choza en una viña” (Is 1, 7-8; 2Re 18, 13-16). La situación se fue volviendo cada vez más difícil.


Intento de reforma: toma de los altos

Al principio parece que Ezequías continúa con la política de Ajaz, pero luego comenzó a ser anti-asirio. Purificó el culto yahvista acabando con los cultos extranjeros. Tuvo gran prestigio como reformador, a favor de la fe yahvista (2Cro 29, 3 – 32, 33). Ezequías siendo un hombre de fe que pretendía construir una independencia política con relación al imperio asirio, se unió para ello a la otra potencia: Egipto.


Ezequiel realizó una celebración de expiación por los pecados (2Cro 29, 20-28), restauró el culto legítimo que había sido desvirtuado (2Cro 29, 29-39). Convocó a una celebración solemne de Pascua, que ya debía estar olvidada (2Cro 30, 1-14). Reformó también el clero, restableciendo el orden instituido por Salomón (2Cro 31, 2-21). Él mismo dio ejemplo de piedad y de confianza en el Señor (2Re 20, 1-11).


Isaías fue el profeta que acompañó a Ezequiel en la corte. Ezequiel fue su amigo aunque Isaías fue duro y exigente con él (Is 22, 1-14). Isaías critica a Ezequiel de haber hecho alianza con Egipto para defenderse de los asirios, Egipto se les volvió como la divinidad. El mensaje de fondo que hay en este profeta es que se entienda algún día que todos los seres humanos no dependan unos de otros, que todos los seres humanos son iguales e independientes. En síntesis, durante el reinado de Ezequías ocurrieron procesos importantes: la reforma religiosa, la guerra contra los filisteos y las coaliciones antiasirias. Su propósito era la restauración del reinado de davídico, la concentración de la vida religiosa en el templo de Jerusalén, la expansión del territorio y una política de independencia del imperio asirio. El juicio que se le hace es que Ezequías dejó al país dividido y en ruina total con excepción de la capital.


La política de Manasés: la impiedad.

La política de Manasés es fundamentalmente de supervivencia debido al estado en que quedó Judá y de la magnitud del imperio asirio que había llegado hasta Egipto. Se doblegó enteramente al imperio asirio. Manases fue muy violento, ejerciendo una política de pesada opresión sobre el pueblo (2R 21,1-9.16.19-22). Su gobierno fue tan violento que el autor deuteronomista escribió: “manases derramo también sangre inocente en cantidad tan grande de que inundó Jerusalén de un lado a otro” (2R 21,16). Si cualquier voz que se levantase contra el rey era acallada con la muerte.


Amón continuó la línea de gobierno de su padre (2R 21,20-21), pero duró sólo dos años, lo cual demuestra que la paciencia del pueblo llego a su fin. Amón fue asesinado por sus propios siervos, que tal vez pretendieron tomarse el poder, valiéndose de la insatisfacción popular (2R 21,23). Pero aunque había una parte del pueblo que deseaba cambios en el gobierno, sin embargo, defendía la fidelidad a la dinastía davídica. Ese grupo era denominado “el pueblo de la tierra” (2R 21,24; 1,20 y 14,21), que eliminó a los rebeldes que habían asesinado al rey y entronizó a su hijo Josías, aun niño.


De nuevo hacia arriba: La reforma de Josías

Josías (640-609) fue proclamado rey con apenas ocho años de edad. El primer campo de reforma fue la política, se buscó la centralización del poder en un solo rey, una sola capital, y se volvió al ideal de un solo reino, como en el tiempo de David. Josías consiguió reintegrar los territorios del antiguo reino de David. Reanexando una parte de extinto reinó del norte. El segundo campo de reforma fue el religioso. Este era el punto neurálgico de todo el cuerpo social de la nación. Por eso se presto mucha atención a la reforma religiosa.


Después de Manasés y Amón la religión del Señor quedó tan desfigurada por los cultos cananeos, que Judá ya no se distinguía mas de los otros pueblos. Josías y su grupo de sustentación en el gobierno comprendieron la importancia de la religión para mantener un gobierno fuerte y cohesionado los cultos a Baal favorecían la dispersión, pues cada localidad tenia su propio Baal, como una especie de “patrón “de lugar.


La religión de Baal no hacia ninguna exigencia de justicia, de ética, de moral, de respeto a la persona humana o de liberación al oprimido. Esto transformaba la religión en un instrumento legitimador del poder en las manos de los tiranos de turno.


Un gran hallazgo:

Josías emprendió una profunda reforma religiosa en Judá tal vez por querer rescatar esa dimensión ética, del yahvismo. Pero también percibió que le era conveniente promover una unificación del culto en torno de una única divinidad. Comenzó por la reforma del templo (2R 22.46), deshaciendo todas las obras realizadas por su abuelo Manasés a favor del baalismo. El gran hallazgo consiste en el encuentro del Libro de la Ley del Señor (2Re 22, 8-20).


En lo tocante a las exigencias cultuales, el libro propugnada la centralización del culto en un solo santuario: Jerusalén. La idea cayó como anillo al dedo para la reforma deseada por Josías. Ya se había consolidado la idea de un solo reino, bajo el mando de un solo rey, descendiente de David. Ahora se iba a consolidar la idea de una sola religión, bajo el mando de un solo templo, el verdadero santuario del Señor, en Jerusalén. Se reencendió el clima de euforia en el pueblo. En el espíritu de la Ley se encontraba la idea de que el Señor garantizaría la prosperidad de los que cumpliesen fielmente sus preceptos. El empeño de todos por el cumplimiento de la Alianza era la certeza de días mejores para todo el sufrido pueblo de Judá, víctima de la dominación de tiranos de dentro y de fuera. El profeta Jeremías comenzó en esta época su actuación, dando apoyo a las reformas.


Un balde de agua fría:

La amenaza de Babilonia comenzó a despuntar en el horizonte de Judá. El imperio asirio estaba cada vez más decadente. Esa decadencia estimulo a los egipcios a retomar su dominio sobre Siria y Palestina. Fueron movidos no sólo por intereses expansionistas; también tenían la intención de utilizar esos pueblos como “escudo” contra sus mayores enemigos del momento, los babilonios.


La base de la predicación religiosa de la reforma de Josías era la idea deuteronomista de que Dios bendeciría a quien respetase los preceptos de la Alianza. La muerte súbita de aquel que mas defendió esa idea fue como un balde de agua fría para que el pueblo, que apenas comenzaba a ver con simpatía la necesidad del cumplimiento de la ley del Señor, este fue el inicio del fin del reino de Judá.


Comienza el fin

A la muerte de Josías, su hijo Joacaz asumió el trono y luego fue Eliaquín que fue llamado Joaquín (2R 23,34-24,7). En ese tiempo Babilonia comenzó a aumentar su dominio, avanzando sobre las naciones de la religión. Nabucodonosor, rey de los babilonios, realizó su primera expedición contra Judá, en 604 a.C. Joaquín también tuvo que pagarle tributos por tres años. Intentó rebelarse y sufrió una nueva embestida babilónica (2R 24,1-7).


Con la muerte de Joaquín subió al trono a su hijo Joaquín (Jeconías). Nabucodonosor sitió Jerusalén en marzo de 597 a.C., apresó al rey y a la corte, los dignatarios y los deportó a Babilonia. Llevó también los tesoros del templo y del palacio real. Dejó en la tierra solamente la población más pobre. Esta fue la primera deportación babilónica sufrida por Judá. El rey Joaquín vivió 37 años en Babilonia, en un cautiverio suave, siendo tratado con privilegios por el rey babilónico hasta su muerte (2R 25,27-30).


La caída definitiva

En lugar de Jeconías, Nabucodonosor puso en el trébol de Judá a Matanías, hermano de Josías y tío de Jeconías. Le cambio el nombre por Sedecías. Este reino de 598 a 587 pero tampoco hizo un buen gobierno (2R 24, 17 _25, 21; 2Cro 36,11-16) fue el ultimo rey que ocupo el trono de Judá. El país continúo siendo vasallo de babilonia y hubiera podido salvar sus instituciones, si no hubiera sido por la obstinación de Sedecías en rebelarse contra el imperio babilónico.


Sedecías no prestó oídos a las críticas de Jeremías; pidió ayuda a Egipto para hacer frente a Babilonia. Contrariando los consejos del profeta (Jr 37, 5.7) Jeremías predicaba la sumisión al rey de Babilonia como una forma supervivencia de la nación, por que en aquel contexto la rebelión seria un suicidio. Los babilónicos sitiaron Jerusalén. La ayuda de Egipto fue insuficiente. El cerco continuó y la población de Jerusalén comenzó a vivir en condiciones precarias de alimentación y agua (2Re 25, 3). Vencido por el hambre y la se, el rey, la corte, el ejército y los habitantes intentaron huir a través del pasadizo que abrieron en la muralla de la ciudad, abandonando al pueblo. Pero los babilónicos los persiguieron y los capturaron. Los hijos de Sedecías fueron degollados en su presencia, y a él le perforaron los ojos, siendo después llevado al cautiverio en Babilonia (2R 25,5-7).


Nabucodonosor llevó toda la riqueza que encontró en la ciudad, deportó parte de la población y mató los habitantes y funcionarios que aún se encontraban allí. La ciudad quedó desierta (2R 25, 8-21). Como aconteció con el reino del Norte, también para el Sur la aventura monárquica terminó en desilusión, destrucción y en muerte. Perdieron todo lo que pensaban que podía darles seguridad; la tierra, la ciudad, el rey y el templo ¿Qué quedo?


Las conmociones en las instituciones de Judá


  1. El rey y la dinastía: ¿hacia donde va la “unción” del señor?

La promesa de Dios hecha a David de mantener siempre un sucesor suyo en el trono de Jerusalén, era la “niña de los ojos “de la monarquía judaica (2S 7,12). De hecho, la sucesión al trono davídico se dio más o menos pacíficamente de padre a hijo, confirmando la palabra de Natán. Pero hubo excepciones. Cuando las cosas fueron haciéndose más difíciles, también en el reino de Judá hubo tentativas de golpe para tomar el poder, como aconteció frecuentemente en el vecino reino del Norte. Cuando un país imperialista dominaba sobre Judá, la sucesión al trono pasaba por la disputa, por poder y por la imposición de un monarca, por el dominador del momento. Eso aconteció en los gobiernos de Atalía, Joaquín (Eliaquín) y Sedecías (Matanías) (2Re 11, 1-16)

En estos episodios queda clara la influencia del poder militar en la conducción de la política en Judá. Sin el apoyo militar era difícil mantener un monarca en el poder. Con todo, la Biblia continuará hablando del rey como “ungido (mesías) del Señor”.


Joaquín no pudo haber sido nombrado por Necao porque era más favorable a una política de alineamiento con los intereses egipcios. Al fin de cuentas en Judá siempre hubo grupos internos que defendían esos intereses (2Re 23, 34; 18, 21). Finalmente, Sedecías fue también nombrado por Nabucodonosor, después de la deportación de Joaquín.


¿Qué se gana con tener una descendencia de David en el trono, si quien manda en el país era el opresor extranjero? La promesa de perpetuidad de la dinastía de David, ya no significaba seguridad, protección ni felicidad para el pueblo. La institución del rey no garantizó la realización del proyecto del Dios de la vida, por más que considerasen ese rey “un ungido del Señor”. En su tiempo cayeron también sus otros dos pilares: Jerusalén y el Templo.


  1. La ciudad escogida: ¿el Señor no mora en Sión?

Debemos tener en cuenta que Jerusalén sufrió tres cercos a lo largo de su historia. El primero fue en el reinado de Ezequías (701 a.C) por los asirios (2Re 19, 35-36). En esta vez, los enemigos tuvieron que retroceder, pero después de la retirada el pueblo malinterpretó la liberación milagrosa y creyeron que el Señor estaba obligado a defender a su ciudad, independientemente de la conversión del pueblo. Por ellos Isaías comenzó a predicar la destrucción de la ciudad.


El segundo cerco se dio en el 597 a.C con Joaquín (2Re 24, 10-16) y se dio la primera deportación a Babilonia. El tercero fue en el 587 a.C. en el reinado de Jeconías, el cual pidió ayuda a Egipto. Pero los babilonios apartaron a los egipcios y mantuvieron el sitio a la ciudad. Esta vez no hubo escapatoria: la ciudad fue invadida, saqueada y destruida. Quien opuso resistencia fue muerto (2Re 25, 1-25). Así quedó derrumbada otra institución más, en la cual Judá había depositado tanta confianza.


  1. La casa del Señor: ¿Estamos salvos?

La política de los reyes fue vista con desaprobación: a excepción de Ezequías y Josías, “todos ellos hicieron el mal a los ojos del Señor”. La relación del Estado con la religión no se limitaba a combatir las influencias del baalismo, siempre dañosa para la pureza de la religión de Israel. El templo se volvió un instrumento de legitimación de la ideología monárquica centralizadora. El templo servía como “garantía de la protección del Señor”. A fin de cuentas ¿quién desafiaría al Todopoderoso, el Señor de los Ejércitos, en su propia vivienda? La fe del pueblo en la infalibilidad de la acción del Señor en defensa de sus intereses, de su “honra”, de su gloria, acabó convirtiéndose en una espada de doble filo. Al confiar demasiado en la institución, el pueblo pasó a ver el Templo como un fetiche. El simple hecho de que éste estuviera allí ya era garantía de salvación. El culto que se realizaba en él daba la certeza de que el pueblo estaba “haciendo su parte”: ofrecer los sacrificios. Cumplir esos ritos cultuales fue, la única cosa necesaria para “agradar” al Señor.


La separación entre el servicio del culto y la práctica de las exigencias éticas de la Alianza, causó la distorsión del propio concepto de Dios. En esas condiciones, el Señor ya no era más el Dios libertador del oprimido y constructor de la nueva sociedad basada en la justicia (Ex 3, 7-10). No era el Dios ético de la Alianza en el Sinaí. Se convirtió en un “ídolo” como los otros, que se satisfacía con ofrendas y sacrificios de animales, productos del campo o del trabajo.


En esa concepción miope de lo que Dios exige a sus fieles, Él quedó reducido a un ídolo que exige sacrificios. El Templo fue un amuleto de suerte para el pueblo de Judá. Todos los profetas, tanto del Norte como del Sur, denunciaron esa idolatría, la reducción del Señor a un ídolo cualquiera. Denunciaron el culto pomposo sin la práctica de la justicia. Pero el profeta Jeremías fue el que más claramente se opuso a esa transformación del Templo en fetiche, en una especie de “amuleto”.


En el templo, todo el pueblo, comenzando por el rey, ofrecía sacrificios sin fin, pretendiendo con eso agradar a Dios. Pero practicaban todo tipo de abominación: robos, asesinatos, adulterios, opresión…

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